“Pero sobre todo, hermanos míos, nunca juren por el cielo ni por la tierra ni por ninguna otra cosa. Simplemente digan «sí» o «no», para que no pequen y sean condenados.” (Santiago 5:12, NTV)
Este texto es muy sorprendente. ¡Ante todo no jurés! ¿A qué viene esta idea en este contexto? ¿Y ese “ante todo”? ¿Acaso no hay delitos mucho más graves que el juramento?
Los juramentos suelen emplearse en situaciones de apuros, cuando la persona en cuestión se siente arrinconada y necesita dar a sus palabras un énfasis y una salida excepcional.
Santiago esta poniendo énfasis en lo que hablamos o decimos, en las formas de hablar en un mundo donde todos mienten, y se trata de convencer a los demás para que nos crean.
El juramento es la exteriorización de sentimientos que no deben tener cabida en los hijos de Dios, o bien porque son malos en sí, o bien porque el hombre caído no sabe manejarlos correctamente: el odio, la envidia, la impaciencia, la ira, la venganza… Precisamente a causa de nuestra ineptitud, Dios exige que dejemos en sus manos la venganza (Romanos 12:19; Hebreos 10:30) y que no permanezcamos mucho tiempo en un estado de ira (Efesios 4:26–27). Él sabe controlar bien estos sentimientos; nosotros, no. Muchas personas que han hecho juramentos o promesas solemnes en un momento de exaltación, lo han lamentado después. Pensemos en Pedro (Mateo 26:33–35, 74–75).
Este no es el camino cristiano, porque, en vez de alterarse de esta manera, el creyente debe aprender a confiar en Dios, a dejar en sus manos justas la retribución y a esperar nuestra vindicación en el día de la venida del Señor en juicio (5:7–8).
Todo el empeño de Sasntiago ha sido inculcar en sus lectores la paciencia cristiana; en cambio, el juramento suele ser un signo de impaciencia.
Cuidado con los juramentos. Estas cosas pueden colocarnos entre los acusados en aquel día.
“»También han oído que se dijo a sus antepasados: “No faltes a tu juramento, sino cumple con tus promesas al Señor.” Pero yo les digo: No juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer que ni uno solo de tus cabellos se vuelva blanco o negro. Cuando ustedes digan “sí”, que sea realmente sí; y cuando digan “no”, que sea no. Cualquier cosa de más, proviene del maligno.” (Mateo 5:33–37, NVI)
Tomemos, pues, la decisión de controlar nuestra boca, incluso en situaciones en las que somos las víctimas de claras injusticias, renunciando a juramentos o expresiones fuertes de venganza o de murmuración. Determinemos decir, por la gracia de Dios, sencillamente la verdad, sin pretensión de encubrir nada, sin motivaciones interesadas, sin ningún tipo de engaño. Rechacemos toda clase de doblez e hipocresía. Quitemos toda máscara. Que nuestro sí sea sí y nuestro no, no.